> Canal de Cine Federico Casado Reina: Envidia

Envidia

Cada mañana se sentaba a las puertas de aquel edificio: una enorme construcción realizada impecable y rotundamente en colores gris, azul claro y negro. Un prodigio de la arquitectura moderna, erigido desafiante en pleno casco histórico de la ciudad. Por su mente pasaron las cientos de comisiones que tendrían que haber pagado los promotores de la obra para conseguir que estuviera solo a 100 metros de la antigua catedral, pero el contraste era realmente espectacular: con girar 90º el ángulo de mirada se daba un salto de 8 siglos. A las 7.30 comenzaba la febril actividad de los visitantes, mensajeros, ejecutivos, secretarias, limpiadoras, conductores y taxistas que, como una maraña de insectos, daba vida al lugar. Eran minutos de actividad incesante que media hora más tarde, a las 8 en punto, cesaba súbitamente. Y así permanecía hasta las 2 de la tarde. Él, que también había vivido en sus propia carne y alma el ritmo de la sociedad occidental, ahora miraba apaciblemente, regocijado dentro de su miseria, todo lo que le pasaba por delante, la supuesta prosperidad que aparatosamente, intentaba deslumbrarle con trajes de Armani, perfume de Dolce & Galbana, espectaculares BMW, Audi y Mercedes, cortes de pelo de 100 €, Rolex, Rayban, minuciosa y perfecta manicura y lencería de Christian Dior. Todos estaban perfectos, guapísimos, exultantes en el mercado del consumo, como en un perfecto muestrario. El lo vivió… y lo abandonó. Aunque echaba de menos sentarse en un buen restaurante a saborear de un vino de cosecha (a ser posible, del 82) y una ración de Jamón de Jabugo, tampoco añoraba el precio que tenía que pagar por ello. No, no eran los euros –ni las pesetas-; era la vida. Los miles de momentos que fueron borrados de su existencia para poder disfrutar de esos ¿pírricos? Placeres con que la sociedad “premiaba” a los que trabajaban. Ahora su perfume era una rancia mezcla de sudor, colonia barata de baño y jabón del dormitorio de beneficencia. Es verdad, no era tan agradable, pero por lo menos, no le había costado parte de su vida. También añoraba su coche, con sus asientos tapizados en cuero, y su equipo estéreo. Cualquiera de los que aparecían cada mañana a las puertas del edificio podía ser igual de bonito que el suyo: casi rememoraba a cada visión el olor del cuero y la madera del interior, mezclados con los acordes de “La Traviata”. Envidiaba todo aquello, todo lo que el dinero podía ofrecer. Desde su ventana, entre las miles de llamadas, las alertas de la Blackberry y el sonido del ordenador al recibir un aviso o un email, podía ver el parque frente a su oficina. Apoltronado en su sillón de cuero argentino, giraba sobre sus plantas para mirar el monitor de plasma panorámico, que le mostraba las cotizaciones de la bolsa instantáneamente, así como los últimos powerpoints de los proyectos próximos del holding. Una frenética actividad que él coordinaba, que él fijaba, filtraba, encauzaba y aprobaba. Pero el parque le llamaba. Le llamaba la frondosa arboleda que rivalizaba con su edificio, el mismo que se había empeñado a construir al lado de la catedral y en frente del parque. La tecnología frente a la naturaleza. 50 kms. de fibra óptica, ADSL y tecnología punta que le intercomunicaba con todo el planeta en décimas de segundo. Videoconferencias instantáneas, gestión de activos, propuesta de actividades, sinergia de producción y estudio efectivo de costes y marketing. Un galeón que avanzaba implacable en el mundo empresarial, capitaneado por él, cambiando sabiamente de rumbo a cada golpe de viento, a cada momento económico, a cada crisis y oportunidad. Una paloma se posó en la fuente del parque y delicadamente se puso a beber agua. Pensó en el divorcio, en el (poco) tiempo que pasó eligiendo el caballo para su hija, y en el precio del colegio interno de su otra hija en Suiza. Seguramente su madre llamaría esta tarde para volver a negociar los términos de la pensión, y sus próximas vacaciones en St. Moritz. ¿Dónde estaba la mujer con la que se casó, aquella que corría desnuda delante de él, riendo con una preciosa y cautivadora risita histérica mientras él la perseguía? Seguramente murió mientras él estaba demasiado ocupado atendiendo a la cuenta de resultados. ¿Por qué sus hijas, ahora ya le miraban como un extraño? ¿no eran suficientes los coches, los viajes a Estados Unidos, los modelitos de Carolina Herrera y las joyas de Tous? Un indigente estaba sentado al lado de la fuente donde la paloma bebía, y miraba al edificio, recorriendo con la mirada la alta extensión. Lo miraba desde abajo hacia arriba. Curioso, cogió unos prismáticos para ver mejor al pobre desgraciado, que se cubría la parte superior de los ojos como un indio apache, para que el sol no le impidiera terminar su recorrido visual por el edificio. Sería ilógico pensar que sus miradas se cruzaran, pues sabía que era imposible que el pobre le viera, pero por un momento, pudo sentir sus ojos en los suyos. Fue un momento mágico, donde el Karma fluyó de uno a otro. Casi pudo ver la tranquilidad que tenía, lejos de las presiones que él tenía que soportar cada día. ¿Por qué no podía ser él tan feliz? Había luchado tanto por estar donde estaba, que ahora se suponía que debería ser feliz con todo ello. Pero no lo era. Pensaba a veces que todo era superfluo, que no era realmente necesario para encontrar la felicidad. Quizás menos responsabilidades, menos casas, menos negociados con el consejo de administración y menos visitas al banco. Quizás la felicidad se escondía en aquel banco del parque, el mismo en el que aquel pobre diablo se sentaba cada mañana, mirándole de abajo arriba. Envidiaba todo aquello, todo lo que la vida podía ofrecer.

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