Una Casa en Córcega
Antes que nada, una declaración de principios: no me gusta el cine francés. O mejor dicho, no suele gustarme, ya que la mayoría de esta cinematografía opta por historias que no me interesan en absoluto y las cuentan con una narrativa insoportablemente lenta. Probablemente tenga mi gusto contaminado con el lenguaje audiovisual del cine clásico norteamericano –y no tan clásico- con los videojuegos, los cómics, los videoclips –que me encantan ¿qué pasa? ¿es que el público en general acaso no tiene interiorizada esa narrativa audiovisual “el espectáculo”?-, pero eso no tiene por qué ser malo; hay películas de cualquier nacionalidad –desde coreanas, japonesas, chinas, inglesas, alemanas y por supuesto, norteamericanas- que son capaces de, utilizando ese lenguaje, contarte una historia con calado. Dicho esto, tengo que confesar que sobre el papel esta película no me interesaba nada en absoluto. Es más, me esperaba lo peor. Pero cuál no fue mi sorpresa al encontrarme una pequeña joyita, una lúcida reflexión de gran profundidad sobre la sociedad contemporánea y lo que es más importante, sobre el ser humano mismo.
Pero lo mejor, es que el director –que encima, hace con esta su primera largometraje después de dos brillantísimos cortos “Dernier Voyage” (donde ya tocaba una temática similar a la de “Una Casa en Córcega”, replanteando todos los valores de la sociedad actual y el modo de vida en las ciudades…) y “Dormir au chaud” (enfrentando la sofisticación a la sencillez)- lo ha hecho huyendo de cualquier pretenciosidad, algo bastante corriente en los debuts. Con una sensibilidad exquisita, ha conseguido imprimir el ritmo exacto a la historia de una joven que hereda una casa en Córcega, y que tras viajar a su nueva propiedad, decide replantearse toda su vida. Quizás muchos pudieran pensarse que esta reflexión no es nada nuevo, intentando buscar la felicidad en las cosas más sencillas de la vida y demás. Pero lo original de la historia es la capacidad que tiene de sorprenderte de plano a plano, subiendo el nivel del mensaje de manera paulatina, hasta llegar a uno de los finales más conmovedores que he visto en cine en mucho tiempo.
Con todo ello, Duculot se erige en una suerte de profesor existencial, donde nos demuestra paso por paso que en la ecuación de la vida hay que simplificar todo lo que sobra, para quedarse con el auténtico postulado, con la fórmula esencial, que es la que vale y la que sirve no sólo para vivir, sino para ser feliz, para encontrarse con uno mismo, para llegar a darse cuenta de qué va todo esto. No es cuestión de tirar para adelante y salir del paso. No, se trata de vivir, de aprovechar el tiempo que tenemos. Y para hacerlo no hacen falta prisas, ni stress, ni conveniencias, ni pamplinas. Solo hace falta vivir. Así de demoledor, profundo, y sonoro es su mensaje.
El arranque del film quizás resulte algo pausado, pero pronto vemos que se coge el ritmo y ya no decae hasta el final, cosa muy de agradecer. También me encanta la narrativa utilizada en toda esa primera parte, ya que la cámara al hombro –en muchos casos- da un toque documental/televisivo a la vida de la protagonista que resulta un testimonio con el que muchos se sentirán identificados –el primero, yo-.
Una estupenda sorpresa que se ha asomado casi de tapadillo por la cartelera de este verano, y que me ha hecho volver a creer en este tipo de cinematografía, haciendo además que la nauseabunda mediocridad de la mayoría de estrenos veraniegos suba varios enteros.
TRAILER
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